Mientras las Grandes Ligas celebran a sus All-Stars, yo quiero rendir homenaje al mío: el entrenador que me formó como atleta y como persona.
Esta semana, las Grandes Ligas de Béisbol celebran a sus estrellas. Y aunque es importante reconocer a los mejores jugadores del juego, yo quiero tomar un momento para honrar a una de mis estrellas.
Jugué béisbol hasta la secundaria y en octavo grado fui seleccionado para el equipo All-Star del condado. Ya en la prepa, enfoqué mi energía en la lucha libre y el atletismo—clasifiqué al estatal en salto con garrocha en mi último año—y llegué a competir a nivel universitario. A lo largo de mi vida deportiva, tuve muchos entrenadores, pero solo unos pocos dejaron huella. Y uno de ellos brilló por encima de todos: el Coach Lockwood.
Después de cuarto grado tuvimos las pruebas para la Liga Infantil. Cada entrenador observaba a los niños para armar sus equipos. En ese momento de mi desarrollo, todavía me costaba batear, pero defensivamente me destacaba. Siempre fui uno de los mejores en el campo, casi siempre jugando de campocorto, y en esas pruebas lo di todo en defensa, sabiendo que mi ofensiva dejaba mucho que desear.
Unos días después, llegó la llamada: me había escogido el Coach Lockwood. ¿Su equipo ese año? Los Indios de Cleveland. Mirando atrás… fue el destino.
Nunca voy a olvidar nuestro primer entrenamiento. Al final, el Coach nos pidió formar un círculo en los jardines, todos tomados de la mano—jugadores y entrenadores. Nos dijo que lo más importante que podíamos tener como equipo era amor. Que ese verano éramos una familia, y teníamos que cuidarnos y apoyarnos como tal.
Entonces soltó una mano, rompiendo la cadena por un instante, y mientras aún sostenía la otra, empezó a girar lentamente. Al girar, el círculo empezó a formar una espiral. Giraba más y más, la espiral se apretaba… hasta que todos estábamos abrazados, envueltos en un gran abrazo de equipo.
Ese primer entrenamiento fue la base de todo lo que vino después.
Aunque siempre fui fuerte en defensa, en cuarto grado todavía no sabía batear bien. Fallaba muchos swings, y si lograba un foul era un milagro. Pero el Coach Lockwood sabía que mi defensa era valiosa. Yo veía todos los juegos de los Indios, sobre todo a Omar Vizquel, uno de los mejores defensores que ha tenido ese equipo. Y como yo estudiaba mucho el juego, el Coach vio algo especial en mí.
Me empezó a entrenar de una forma que nadie antes lo había hecho. No solo físicamente, sino también enseñándome lo que significaba ser un líder. Cuando estaba de campocorto, me gritaba desde la banca: “Mario, ¿a dónde va la jugada?” Y yo se lo decía al resto del equipo. Me estaba enseñando a jugar… y a liderar. Al menos en defensa, porque con el bate seguía siendo un desastre.
Aunque no podía batear, era el más rápido del equipo. Un día, mientras esperaba mi turno, el Coach se me acercó y me dijo:
—Mario, eres el más veloz. Solo necesitamos ponerte en base. ¿Puedes tocar la bola?
—Sí, creo que sí —le respondí, después de años viendo a Omar y a Kenny Lofton hacerlo.
Entré a la caja, me cuadré para tocar, vino el lanzamiento, y puse un toque perfecto hacia tercera. Corrí con todo.
¡Safe!
Y ahí nació nuestra nueva estrategia. Partido tras partido, el plan funcionaba. Empecé a embasarme seguido. Ya no era solo el ancla en defensa, sino también una amenaza en las bases. Todo gracias a que el Coach sabía cómo sacar lo mejor de cada uno.
Durante toda la temporada, nos entrenó para explotar nuestros talentos únicos. El equipo crecía: cada jugador mejorando, cada compañero apoyando al otro, todos levantándose desde esa base de amor que creamos desde el primer día.
Matt jugaba tercera, el mejor del equipo, y tuvo una gran carrera en el béisbol. Josh, el hijo del Coach, era primera base y también jugaba básquet, así que ni los tiros altos se le escapaban. Y Mike, nuestro receptor con tremendo brazo, terminó siendo mariscal de campo en la universidad donde yo corría.
Cada uno había sido pasado por alto por otros entrenadores. Pero el Coach Lockwood vio algo en todos nosotros. Ese equipo de “rechazados” llegó a los playoffs de la Liga Infantil. Y aplicando las lecciones del Coach, llegamos hasta semifinales.
Ese partido fue cerrado. En la última entrada, perdíamos por una carrera. Mike recibió base por bolas, Josh dio un sencillo, y Matt llenó las bases. Me tocaba a mí… el único que todavía no sabía batear. Pero el Coach tenía un plan.
Me llamó y me susurró algo al oído. Asentí con una sonrisa.
Entré al plato, me cuadré para tocar.
Desde la banca, mis compañeros gritaban:
—¡No, Mario! ¡¿Qué haces?! ¡Las bases están llenas! ¡No toques!
Pero cuando vino el lanzamiento, hice un toque de bateo: lo suficiente para que entrara la carrera del empate. Pasamos del susto al delirio. Ganamos ese juego en la última entrada. ¡A la final!
La noche anterior, el Coach nos invitó a todos, jugadores y familias, a su casa. Nos dio un trofeo a cada uno, para que sin importar lo que pasara, ya hubiéramos ganado algo.
Levantando su vaso de Coca-Cola, brindó por su equipo. Agradeció a cada jugador por su aporte, y al final dijo:
—Si tuviera que armar un equipo desde cero, elegiría a Matt como el motor… y a Mario como el corazón.
Al día siguiente, dimos todo. Empezamos ganando, luego íbamos perdiendo. Peleamos con el alma para remontar. En la penúltima entrada, con dos outs, corredores en segunda y tercera, Josh bateó fuerte… pero directo al segunda base. Out.
Volviendo a la banca, Josh se sentó a mi lado, cabizbajo, con los ojos llenos de lágrimas. Pero por lo que me enseñó el Coach, y por el amor que sembró en nosotros, puse mi brazo sobre sus hombros y le dije:
—Vas a tener otra oportunidad. Te lo prometo.
Y así fue. En la última entrada, empatamos. Corredores en segunda y tercera, dos outs. Josh al bate.
Todo se decidía ahí.
El pitcher lanzó… ¡crack!
Josh conectó y mandó la bola al jardín. ¡La carrera del triunfo! El banco explotó. Yo corrí hacia él gritando:
—¡Te lo dije! ¡Te lo dije que lo ibas a lograr!
Campeones de la Liga Infantil. Como los Indios de Cleveland. Un final de película. Aún conservo el trofeo con la placa dorada: “Primer lugar – Campeones de Liga Infantil.” Pero el que más atesoro… es el que nos dio el Coach la noche anterior.
Años después, enseñaba tercer grado en Cancún. Tenía una clase difícil, pero una niña, Luisa, era diferente: tímida, dulce, le encantaba dibujar. Un alma gentil.
Un día, después del recreo, no regresó. Una alumna me dijo:
—Luisa está llorando en el baño. Es la más buena de todas. No entiendo por qué le harían eso.
Llevé a la clase al patio y le pedí a una compañera que llamara a Luisa.
Ella vino, tímida, con los ojos rojos y las mejillas manchadas.
Formamos un círculo, todos tomados de la mano. Le pedí a Luisa soltar una mano y girar. La espiral se formó. Más y más, hasta que todos estábamos abrazados, con Luisa en el centro.
La miré y le dije:
—Te queremos, Luisa. Esta clase es una familia, y estamos aquí para ti.
Ella me miró… y sus lágrimas se habían ido. En su lugar, una sonrisa más brillante que el sol.
Ese momento no habría sido posible sin el Coach Lockwood. Su amor no solo cambió a un equipo. Nos marcó a todos. Y hoy, hago lo que puedo para honrarlo, transmitiendo ese amor, ese liderazgo, esa magia.
Así que mientras celebramos a las estrellas del béisbol esta semana, yo quiero celebrar a la mía.
Esto es para usted, Coach Lockwood.
Gracias.