Un Informe Perdido sobre Alfonsin Rosario
Mi Encuentro Extraño con el Viejo Scout
Un Informe Perdido sobre Alfonsin Rosario
— por Mario Crescibene
Me encontraba en la barra del Michael’s Diner, en Shaker Square, después del último juego contra los Dodgers. Tras una victoria tan gloriosa viniendo desde atrás, necesitaba un lugar para respirar… para volver a poner los pies sobre la tierra.
Siempre me ha gustado este restaurante. Tiene algo que me recuerda a ese famoso cuadro de Edward Hopper, Nighthawks. Con las vías del tren del RTA justo afuera, mi mente se pierde en otra época, cuando Cleveland era más tranquila… y la vida, menos complicada.
De repente, la puerta se abrió de golpe y entró una figura color vino tinto, con una mochila de cuero que volaba tras él, colgando de los tirantes como si fuera a desprenderse en cualquier momento. Lo único que alcancé a distinguir de inmediato fue un bigote canoso en forma de manubrio, que parecía el adorno de capó de su cara.
Como un ventarrón con rumbo fijo, se abalanzó sobre el asiento a mi lado, dejando caer la mochila al suelo con un golpe seco. Se sentó, plantando ambas manos sobre el mostrador y leyendo el menú frente a él con una intensidad casi religiosa.
Ya quieto, pude observarlo mejor. El destello burdeos de su entrada venía de una camisa de franela roja, metida hasta el fondo en unos jeans descoloridos por los años. Llevaba una gorra antigua con la “C” torcida de los setenta, tan vencida que parecía más recuerdo que prenda. Y aunque era evidente que ya tenía sus años, su energía era más la de un colibrí con cafeína que la de un abuelo.
Levantó el brazo de repente, llamando a la mesera con urgencia.
—¡Un tinto! —gritó—. Pero bien oscuro, ¿vale?
Luego se giró hacia mí con tanta velocidad que casi me hace botar mi taza. Tenía una chispa viva en los ojos que me atrapó al instante.
—¡Pucha! ¡Qué partido el de hoy! —exclamó—. ¡Los pelados están volviendo a agarrar ritmo!
—Sí, se vieron bien —le respondí.
—¿Bien? —me interrumpió, casi ofendido—. ¿Viste cómo Martínez se le montó a esa recta? ¡Jones estuvo filoso todo el juego! Y Arias… ¡por fin está dándole bien a la bola otra vez! Apuntá mis palabras: esos muchachos están de vuelta.
Llegó el café, aunque yo dudaba que le hiciera falta. Lo miró con desdén, meneando la cabeza.
—No, no… esto no es café —dijo con gravedad—. Esto es agua pintada. Cuando pido café, quiero algo que me asuste. ¡Espresso en taza grande, carajo!
Apartó la taza con desdén y se volvió hacia mí otra vez, extendiéndome la mano con fuerza.
—Me llamo Gus, Gus Marlowe. He sido visor profesional por…
Se quedó haciendo cuentas mentales.
—…pues, varias décadas ya. He trabajado sobre todo en América Latina, pero ahora ando por libre, visitando juegos de ligas menores.
Me dio la mano con tanta energía que me tembló hasta el hombro. Cuando por fin soltó, pude volver a acomodarme.
—Ese bolso ha vivido cosas —le dije, señalando la mochila de cuero a sus pies.
—¿Este trasto? Aquí guardo mis informes. Justo hace un par de días estuve viendo un muchacho con los Lake County Captains. ¡Pucha, qué jugador tan sabroso de ver!
Levantó la mochila, abrió las hebillas con torpeza y la abrió para revelar un caos de papeles arrugados y libretas viejas. Metió la mano como si fuera una bolsa mágica y sacó, sin dudar, justo el informe que buscaba.
—¡Este! ¡Este es el pelao! —dijo emocionado, tirando el informe sobre la barra y girando hacia mí con los ojos brillando—. ¡Tenés que ver lo que hace este muchacho! Tiene todas las herramientas, todas.
Le trajeron una segunda taza de café. La miró con desaprobación evidente, pero igual le metió tres sobres de azúcar y empezó a revolver como si estuviera preparando una pócima mágica.
—Yo solo confío en dos cosas —me dijo, sin dejar de revolver—: mi instinto… y mi cronómetro. Y este pelado de Lake County hizo que los dos me cantaran al unísono.
Tomé el informe y empecé a leerlo. Noté algo curioso de inmediato.
—Tiene esos agujeritos de papel de impresora antigua —dije. Gus asintió.
—Yo confío en dos cosas —repitió—: en mi instinto… y en mi cronómetro. No confío en eso de la nube, y mucho menos en los dichosos algoritmos. Yo hago todo a la antigua. Sigo usando el mismo computador desde finales de los noventa. Pantalla beige grandota, teclas como ladrillos y sin distracciones. No es bonito, pero cumple. Nunca me ha fallado.
Casi como si el universo respondiera, el tren del RTA pasó afuera del restaurante, y de repente Gus se levantó de un salto, agarrando su mochila de cuero en un solo movimiento.
—¡Pucha, mi tren! —gritó, y salió corriendo del local tan rápido como había llegado.
Y así, Gus desapareció —como un susurro en el viento— y lo único que me quedó fue ese informe en las manos.
Esto es lo que decía:
